En algún momento de nuestras vidas, hemos experimentado la soledad, ese sentimiento de desolación, esa angustia que nos hace sentir incomprendidos por el mundo. Este sentimiento puede ser ocasionado por diferentes factores, malas decisiones, rupturas amorosas, proyectos fallidos, discusiones, en fin muchos factores. La soledad puede ser tan acogedora, que de a poco va condicionado nuestra existencia, la condiciona a alejarnos de la alegría, de la algarabía que conlleva estar vivos.

Olvidamos que la vida es un regalo precioso, lleno de momentos que nos van formando, que nos hacen más humanos, más sabios. Y es que en momentos de desolación cuestionamos la existencia de aquel que nos creó, nos cegamos y dejamos que la incertidumbre tome partido en nuestras vidas. Negamos la presencia de Dios, pero él se manifiesta en toda la creación, en el resplandor del sol, en el mágico amanecer, en la quietud del mar, en las verdes praderas, ahí se deja ver el Padre celestial, en el silencio de tu soledad, cuando más abandonado te sientes, él está susurrando a tu oído, que siempre está ahí a tu lado, aunque el mundo cause disturbios y te haga dudar de tu existencia. San Ignacio de Loyola decía, “¡Jesús, por nada del mundo te dejaría! “. Ten esa certidumbre y no dudes de quien conoce hasta cuantos cabellos tiene tu cabeza