24 Abr 2022

Hoy el Señor resucitado se aparece a los discípulos y, a ellos, que lo habían abandonado, les ofrece su misericordia, mostrándoles sus llagas. Las palabras que les dirige están acompasadas por un saludo, que se menciona tres veces en el Evangelio de hoy: «¡La paz esté con ustedes!» (Jn 20,19.21.26). ¡La paz esté con ustedes! Es el saludo del Resucitado, que sale al encuentro de toda debilidad y error humano. Sigamos los tres ¡la paz esté con ustedes! de Jesús, en ellos descubriremos tres acciones de la divina misericordia en nosotros. Ésta sobre todo da alegría, luego suscita el perdón, y finalmente consuela en la fatiga. En primer lugar, la misericordia de Dios da alegría, una alegría especial, la alegría de sentirnos perdonados gratuitamente. Cuando en la tarde de Pascua los discípulos vieron a Jesús y escucharon por primera vez que les decía ¡la paz esté con ustedes!, se alegraron (cf. v. 20). Estaban encerrados en la casa por el miedo, pero también estaban encerrados en sí mismos, abatidos por un sentimiento de fracaso. Eran discípulos que habían abandonado al Maestro, que habían huido en el momento de su arresto. Pedro incluso lo había negado tres veces y uno del grupo —¡justo uno de ellos!— había sido el traidor. Tenían motivos para sentirse no sólo atemorizados, sino fracasados, pusilánimes. Es cierto que en el pasado habían tomado decisiones valientes, habían seguido al Maestro con entusiasmo, compromiso y generosidad, pero al final todo se había desmoronado; el miedo había prevalecido y habían cometido el gran pecado, de dejar solo a Jesús en el momento más trágico. Antes de la Pascua pensaban que estaban hechos para grandes cosas, discutían sobre quién fuese el más grande entre ellos. Ahora se sienten hundidos. En este clima llega el primer ¡la paz esté con ustedes!. Los discípulos deberían haber sentido vergüenza, y en cambio se llenan de alegría. ¿Quién los entiende? ¿Por qué? Porque ese rostro, ese saludo, esas palabras desvían su atención de sí mismos a Jesús. En efecto, «los discípulos se alegraron —precisa el texto— de ver al Señor» (v. 20). No piensan más en sí mismos y en sus fallos, sino que se sienten atraídos por sus ojos, donde no hay severidad, sino misericordia. Cristo no les recrimina el pasado, sino que les renueva su benevolencia. Y esto los reanima, les infunde en sus corazones la paz perdida, los hace hombres nuevos, purificados por un perdón que se les da sin cálculos, un perdón que se les da sin méritos. Esta es la alegría de Jesús, la alegría que hemos sentido también nosotros cuando experimentamos su perdón. Nos ha pasado también a nosotros sentirnos como los discípulos en la tarde de Pascua, después de una caída, de un pecado o de un fracaso. En esos momentos pareciera que no hay nada más que hacer. Pero precisamente allí el Señor hace lo que sea para darnos su paz, por medio de una Confesión, de las palabras de una persona que se muestra cercana, de una consolación interior del Espíritu Santo, de un acontecimiento inesperado y sorprendente. De diferentes maneras Dios se asegura de hacernos sentir el abrazo de su misericordia, una alegría que nace de recibir “el perdón y la paz”. Sí, la alegría de Dios nace del perdón y deja la paz. Es así, nace del perdón y deja la paz, una alegría que levanta sin humillar, como si el Señor no entendiera lo que esta sucediendo. Hermanos y hermanas, hagamos memoria del perdón y de la paz que recibimos de Jesús. Cada uno de nosotros los ha recibido, cada uno de nosotros tiene esa experiencia, hagamos pues memoria, nos hará bien. Antepongamos el recuerdo del abrazo y de las caricias de Dios al de nuestros errores y nuestras caídas. De ese modo alimentaremos la alegría. Porque nada puede seguir siendo como antes para quien experimenta la alegría de Dios. Esta alegría nos cambia.